¿Son estúpidos o algo parecido?
Me canso de escuchar a amigos, compañeros de cursada, referentes políticos, músicos, o incluso a docentes que quiero y admiro, repetir la idea de que los pibes se volvieron fachos 1. A lo que sigue: sí, se volvieron fachos porque están estúpidos. Alguien se anima e intenta una explicación referida al uso del teléfono, la precarización laboral, el algoritmo (esa entidad que vaya una a saber qué es o cómo opera). No voy a mentir, a mí también me tienta esa salida. No sólo es una explicación fácil, es ampliamente compartida y, por sobre todas las cosas, arroga estupidez a un sector que, en realidad, no podemos entender. Ellos, por su parte, nos dicen que no la vimos. Es más, afinan la puntería: todavía no la vemos. Y hay que aceptar que creer que son todos estúpidos del otro lado de la mecha es un poquito no verla.

El peronismo y la izquierda, como en un acto reflejo, toman nota de los aciertos de la derecha. Intentan, no sin cierta ingenuidad, usar sus mismas herramientas pero cargadas del contenido que les parece ideológicamente afín a su espectro político. No se quedan ahí, asumen incluso algunas de las consignas conservadoras que, creen, les permitirán acercarse a un pueblo que al parecer la derecha conoce mejor. Si el pueblo se derechizó, habrá que ir a buscarlos con consignas que orbiten ese orden. De ahí que lemas tales como dios, patria y familia o monogamia o bala refloten y pululen en las redes sociales de los sectores progresistas. Sucede que los progres -según algunos peronistas iluminados- o los posmodernos -para la siempre culta izquierda trotska- se fueron al pasto con las políticas de identidad, los derechos de la comunidad lgbtiq+, la ética de la cancelación y el lenguaje inclusivo. Movida por una evidente lucidez política, la centro-izquierda argenta -ahora los metemos en la misma bolsa, sean peronistas de Perón o trotskistas de Trotski- apuesta a la vuelta de los símbolos y las instituciones antes vapuleadas por ella misma: la iglesia católica -en algunos casos, se animan también a disputarle la iglesia evangélica a los libertarios-, la figura del Papa, la argentinidad, la patria, el Estado-nación y la familia tipo. Pretenden quizás, en un arrebato de renovada fe, la redención de sus pecados pasados. Vuelven sobre sus pasos y no se reconocen. Tal vez quieran decir: Oh Padre, perdónanos porque no sabíamos lo que hacíamos.
Cuando nuestro meme favorito, daddy Miley, ganó las elecciones presidenciales del 2023, nos llenamos la boca con la palabra autocrítica. Llegamos juntos a la iluminada conclusión de que había un cincuenta y siete por ciento de estúpidos que, aunque no entendía nada del 2001, del Nunca más o de la dependencia extranjera, nos iba a enseñar cómo volver a acercarnos al pueblo -porque, claro está, nosotros estamos un poquito más allá del pueblo. De esa derrota, dijimos, vamos a aprender y a volver más fuertes. Por eso, en un acto de obvia imaginación política, retomamos los confiables valores tradicionales. Así, mientras celebramos la misa de todos los domingos, nos jactamos de que alguna vez tuvimos un Papa argento y progre, y le decimos puta a la China Suárez, nos seguimos preguntando qué carajos estamos haciendo mal para convocar y movilizar tan poco. Qué carajos estamos haciendo mal todavía para que, luego de nuestra cacería woke, y aún con el malestar económico que se vive, la gente el pueblo, y especialmente los pibes, sigan bancando a Miley.
Bueno, no tengo idea. Acepto que todavía no la veo. Pero creo que hay, por lo menos, dos errores fundamentales en la militancia de la centro-izquierda argenta. En primer lugar, un error estratégico elemental: subestimamos desde un principio -y lo seguimos haciendo- al adversario. Y sucede que se subestima sólo aquello que se desconoce. Cuando se conoce con profundidad cualquier arista de la realidad se comprende que encierra algún grado de complejidad. De ahí, se deriva el segundo error: dado que damos por sentado que son estúpidos o que tienen las neuronas embotadas de TikToks, no nos permitimos entablar el diálogo. Y, si lo hacemos, es siempre desde el pedante lugar del pedagoga. En una palabra, obturamos cualquier posibilidad de conversación en un marco de igualdad. Capaz si nos permitiéramos bajarnos del poni, si dejáramos de comportarnos como el lado ilustrado de la mecha, nos podríamos mirar a los ojos y lamernos entre todos las heridas. Porque la posta es que aquí estamos todos rotos.
Una vez que podamos hacer eso, quizás entendamos por qué no funciona ni va a funcionar nunca querer hacer de las instituciones tradicionales un símbolo de la militancia de la centro-izquierda. Esas son las insignias de la derecha, y van a seguir siéndolo. De este lado de la mecha, corresponde tratar de entender el dolor ajeno, incluso si se manifiesta de forma reaccionaria, y procurar darle un nuevo cauce. Y en este punto sí voy a cederle algo a la crítica del progresismo y del posmodernismo dentro de nuestros propios espacios: es cierto que en la urgencia por instalar nuevos modelos, nos olvidamos de que las viejas instituciones eran, a la vez, refugios. Precarios, violentos incluso, pero refugios al fin. Pretendimos arrancarlos sin ser capaces de ofrecer nada que abrigara de la misma manera. En ese tiempo, como ahora, creíamos que la teníamos muy clara para consultarle al otro lado de la mecha qué opinaba de nuestros nuevos modelos. Jamás se nos cruzó por la cabeza una máxima tal como la restricción leibnziana: que, en pocas palabras, nos invita a no obstaculizar el devenir, es decir, a no chocar con los sentimientos establecidos, sino a intentar abrirlos.
Creo que todos sabemos que en este país hay una banda de dolores no elaborados: masculinidades de pibitos que se desarrollan entre el nopor y la presión de un ideal económico imposible, laburantes que tienen veinte emprendimientos y aun así no cubren el mes, patologías psicológicas que adquieren nuevas expresiones con las apuestas online, adolescentes que siguen en el closet y ahora más que nunca odian lo que sienten, mil formas del empleo en negro que nuestras doctrinas no contemplan y que producen nuevos sujetos políticos, etc. Si somos incapaces de hacer lugar a todo eso, dejamos el terreno libre a quienes sí lo hacen. Y ya deberíamos saber que no son tan estúpidos como decíamos. En cambio, pareciera que a esta ala ilustrada del país se le olvidó lo que se cansó de leer en la universidad: que los afectos motorizan la política.
1 Marilina Bertoldi afirma en una nota periodística que su generación, la millenial, está atrapada en un sanguchito de fachos: la generación de sus viejos y la de los pibitos del 2000 en adelante.